Diseño
El proceso de mirar es, en su esencia, un acto de interpretación, una negociación entre la luz, la biología y la conciencia.
Comienza con un fenómeno físico: la luz, esa sustancia inasible que rebota en los objetos, fragmentada en longitudes de onda que transportan la información de los colores, las formas, las texturas. Esta luz, que ha viajado desde su fuente —quizás el sol, una lampara, o incluso el reflejo de un espejo—, entra en contacto con la superficie húmeda de la córnea, la primera capa transparente de nuestro ojo, que la curva con delicadeza, doblándola, redirigiéndola hacia un nuevo destino.
A medida que la luz atraviesa la córnea, se sumerge en el líquido acuoso de la cámara anterior del ojo, un medio translúcido que la ralentiza y la prepara para su siguiente desafío: la pupila. Aquí ocurre algo que ya se aleja de lo meramente mecánico y se introduce en lo reactivo, lo adaptativo. La pupila, ese círculo negro en el centro del iris, se abre o se cierra, expandiéndose en la penumbra o contrayéndose en la luz intensa. Es como una puerta viva, una frontera que no se limita a dejar pasar la información, sino que decide cuánto de ella es admitido.
Superado este umbral, la luz se encuentra con el cristalino, una estructura flexible que se ajusta constantemente gracias a los músculos ciliares, tensándose o relajándose para modificar su curvatura, enfocando así los objetos según su distancia. En este punto, la imagen que estamos a punto de ver aún no es más que una distorsión, una promesa borrosa.
Y entonces, la luz llega a la retina, un tapiz de células sensibles que, en un acto de magia neurobiológica, transforma la energía lumínica en impulsos eléctricos. Aquí se encuentran los conos y los bastones: los primeros, encargados de percibir el color, activándose con la luz intensa y diferenciando matices entre el rojo, el verde y el azul; los segundos, operando en las sombras, en la tenue luz de la noche, delineando formas sin detalles cromáticos. Pero lo que estas células capturan no es aún una imagen tal como la entendemos; es un conjunto de señales dispersas, un rompecabezas de información cruda que aún necesita ser interpretada.
Los impulsos eléctricos viajan por el nervio óptico, pero no como una imagen continua, sino como datos fragmentados. Es en este punto donde el proceso se vuelve aún más incomprensible: la información de cada ojo se cruza en el quiasma óptico, dividiéndose y reorganizándose antes de dirigirse a la corteza visual en el cerebro. Aquí, en la oscuridad de nuestro cráneo, en un lugar donde nunca ha entrado la luz directamente, nuestra mente reconstruye la imagen. No vemos el mundo como realmente es, sino como nuestro cerebro nos dice que es.
Y aquí radica el milagro: este proceso, tan intrincado y subjetivo, es único para cada persona. Lo que yo veo, la forma en que mi cerebro interpreta la luz y las formas, la manera en que asocio colores y contrastes con experiencias previas, no es idéntico a lo que otra persona ve. Nuestras celulas no son las mismas, nuestra biologia no se comporta de la misma manera. Que dos individuos estén de acuerdo en que un objeto es rojo, o que vean una sombra proyectada por un objeto del mismo modo, que compartamos la misma noción de distancia o perspectiva, es un sin sentido que no tiene correlacion con lo improbable de que nuestra biologia coincida. Cada ojo capta una realidad distinta, y cada mente la reconstruye de una manera que nunca será idéntica a la de otro ser humano.
Así, mirar no es simplemente abrir los ojos. Es negociar con la luz, con la biología, con la historia personal de cada individuo. Es un acto interpretativo, un acuerdo tácito entre dos seres que han aprendido a confiar en que, aunque nunca podrán estar seguros de que ven lo mismo, al menos pueden coincidir en llamarlo de la misma manera.
Y es en esta incertidumbre donde comienza el desafío del diseñador. Porque su trabajo no se limita a organizar formas, colores y tipografías en un espacio; su verdadero oficio es la percepción, ese terreno inestable donde la biología se cruza con la experiencia, donde la subjetividad de cada mirada choca con los códigos compartidos de la cultura. Así, podemos empezar a dimensionar la enorme complejidad de su labor: no solo crea imágenes, sino que opera dentro de un sistema de significados en constante negociación, intentando moldear la manera en que otros verán, interpretarán y, en última instancia, comprenderán.
Diseñar es, en cierto sentido, una negociación con lo incierto. Si ya es difícil garantizar que dos personas vean el mismo color de la misma manera, ¿cómo se asegura un diseñador de que un afiche, una interfaz, una señalética o una identidad visual sean comprendidos como fueron concebidos? ¿Cómo administra la variabilidad de la percepción humana y, a la vez, consigue generar mensajes claros y universales?
Aquí entra en juego algo más que la teoría del color o la composición; entra en juego la capacidad de administrar convenciones culturales. Porque, aunque la percepción es individual, existen acuerdos tácitos en una sociedad sobre lo que ciertos signos significan. El rojo es peligro o pasión; el azul es calma o tecnología; una tipografía serif remite a lo clásico, mientras que una sans-serif sugiere modernidad. Estas convenciones no son absolutas, ni naturales: son construcciones colectivas que cambian con el tiempo, con el contexto, con la experiencia de quien las observa.
El diseñador, entonces, es un traductor de significados, un administrador de símbolos que debe equilibrar la libertad interpretativa de la percepción humana con la necesidad de generar mensajes inequívocos. Su trabajo no es solo estético, es estratégico, es cultural: cada color, cada forma, cada jerarquía visual está pensada para orientar la mirada y controlar, en la medida de lo posible, la forma en que será entendida. No se trata solo de embellecer, sino de dirigir la interpretación en un mundo donde ver es un acto de construcción subjetiva.
Por eso, el diseño no es una ciencia exacta. Es una disciplina que se mueve en la frontera entre la estructura y la intuición, entre la norma y la excepción. Y si bien el diseñador no puede garantizar que todos verán exactamente lo mismo, sí puede construir visualidades que reduzcan la ambigüedad, que se apoyen en las convenciones para facilitar la comprensión y que, al final, logren algo tan improbable como valioso: que, pese a la infinita variabilidad de la mirada humana, un mensaje visual sea comprendido.
Por ello, para quienes se están formando en el diseño, absorber cultura no es una tarea secundaria, sino la piedra angular de su práctica. La capacidad de administrar estas convenciones será su mayor herramienta en el futuro, porque ahí radica la verdadera fuente del pensamiento creativo. En un mundo donde la técnica estará cada vez más resuelta por el desarrollo tecnológico ,será el criterio humano lo que distinga al diseñador de la máquina. Una IA podrá generar imágenes técnicamente perfectas, pero la decisión sobre qué imagen es pertinente, qué tono es el adecuado, qué estética resuena con un contexto específico, seguirá recayendo en la sensibilidad y la capacidad de interpretación del diseñador. Su labor no será solo hacer, sino pensar, curar y construir significados que conecten con la realidad social y cultural de su tiempo.
Y en este contexto surge una palabra incómoda: buen gusto. Un término de caracter caprichoso, personalista, superficial, muchas veces pretencioso, pero imposible de ignorar. Porque el buen gusto no es innato ni absoluto, es aprendido y cambiante, una construcción cultural que, lejos de ser un capricho personal, es un reflejo de su época. Como diseñador, debo no solo desarrollar mi propio criterio estético, sino también comprender cuál es el buen gusto de mi tiempo, descifrarlo, administrarlo y usarlo como una herramienta para reducir la incertidumbre biológica de la mirada. Si todo ver es interpretar, entonces el diseño se convierte en un acto de mediación: un esfuerzo por establecer un puente entre lo subjetivo y lo colectivo, entre lo caótico de la percepción y el orden de los códigos visuales compartidos.