Cine
En el eterno debate sobre qué constituye el "gran cine", se suele caer en una falsa dicotomía entre "historia" y "estilo". Para mí, esa discusión nace muerta. Coincido con la visión de Guillermo del Toro: el cine es, ante todo, un medio visual. Es sintaxis de luz y movimiento. Una historia brillante puede quedar completamente anulada por una incompetencia visual, porque en el cine, la forma es el fondo.
Sin embargo, esta premisa exige una distinción crítica que a menudo se pasa por alto: no todo lo visual tiene el mismo peso ontológico. Existe un abismo entre la imagen que opera como metáfora y la imagen que existe solo como observador vacio.
Mi lealtad siempre estará con aquel ojo cinematográfico que pone la atención en el valor plástico de la imagen. Pienso en la cámara de Sam Raimi, por ejemplo. En su cine, el lente no es un observador pasivo que documenta la realidad; es un participante activo, una entidad nerviosa. Su uso del movimiento y la distorsión no busca replicar el mundo tal como es, sino transmitir una emoción pura, cinética. Eso conecta con mi creencia fundamental: el cine no debe ser un acta notarial de la realidad, debe ser un acto de magia.
En su libro Glittering Images la autora Camile Paglia pone al cine en la actualidad como un arte mas cercano a la pintura y contrario a la tradición de décadas lejano a la fotografía. Tiendo a coincidir. Hoy en día un director puede decidir cada pincelada del encuadre, cada nube, cada detalle.
Por eso siento una profunda decepción cuando una película se rinde ante la narrativa convencional o el hiperrealismo estricto. Me parece una traición al potencial alquímico del medio. Un ejemplo perfecto de la lealtad a la magia es el final de The Whale de Darren Aronofsky. Ese desenlace, que abandona la física para abrazar lo metafísico, que rompe la literalidad para entregarnos una metáfora visual de la redención, es infinitamente más "verdadero" que cualquier conclusión anclada en la lógica mundana.
Quizás el ingrediente que permite entender de mejor manera esta filosofía sea la violencia. Disfruto la violencia estilizada de Evil Dead o Kill Bill porque ahí la sangre no es fluido biológico, es pintura. Es expresionismo puro. El caos es una coreografía que sirve a un propósito catártico; es teatro, es danza.
Por el contrario, encuentro estéril y desagradable la violencia hiperrealista de sagas como Saw u Hostel. O en la más reciete Kind of Kindness de Yorgos Lanthimos, un director que en general aprecio, me resulta imposible de ver la escena donde una de las protagonistas le hace daño a un perro con un cuchillo. No hay interpretación, no hay subtexto, la visualidad no tiene nada de interpretativa. Ese enfoque no busca la metáfora, sino la replicación mecánica del sufrimiento. Es una violencia clínica, carente de alma, que no expresa nada más allá de su propia ejecución técnica. Es pornografía del dolor, no arte.
Cuando veo directores que toman este camino del hiperrealismo, del cine como testigo ausente. Me pregunto como es que, estando frente a la posibilidad de poner lo que tu imaginación quiera en el encuadre, decides poner lo mismo que ya puedes ver con tu ojo desnudo.
El Expresionismo Alemán de Caligari, Nosferatu, etc es la base de todo lo que admiro visualmente. En esas obras, la distorsión visual era un reflejo directo de la psique fracturada de los personajes y muchas veces tambien de la búsqueda de dotar al medio de un lenguaje hasta ese momento inexistente. La forma servía a la angustia.
Esta búsqueda de sentido en la imagen es lo que me ha vuelto escéptico ante ciertos estetas contemporáneos. Directores como Tim Burton o el Wes Anderson tardío me pierden. Burton es un heredero obvio de esa estética del expresionismo, pero sus recursos a menudo se sienten hoy como un catálogo de estilo aplicado sobre la superficie, un "skin" gótico sin esqueleto emocional. Y con Wes Anderson, la tragedia es aún mayor. Su filmografía me interesó hasta Moonrise Kingdom, pero desde entonces, siento que la estética devoró a la narrativa. Sus películas actuales parecen dioramas herméticos, collages audiovisuales donde la simetría perfecta y la paleta de colores son los protagonistas, y la historia es solo una excusa burocrática para justificar el diseño de producción.
Mi admiración se reserva para quienes entienden que la puesta en escena es un vehículo, no un destino. Cineastas como Paul Thomas Anderson o el mismo Aronofsky (Mother! y Noah son películas fundamentales para mí) demuestran un talento visual aplastante, pero siempre subordinado a la idea.
En There Will Be Blood, la composición meticulosa no es para que el plano se vea "bonito", sino para reforzar la soledad geológica y la podredumbre moral del personaje. En Mother!, el caos visual es la tesis misma de la película.
Al final, la puesta en escena lo es todo. Pero solo cuando funciona como un lenguaje, como una interfaz que conecta la emoción con el espectador.